La madre ausente

El hijo vive la fusión con la madre desde la concepción. Antes del nacimiento, la simbiosis es completa: se encuentra dentro del cuerpo de la madre y vive a través de sus órganos. Sin embargo, a partir de cierto momento, la misma psique del niño empieza a sentir esta simbiosis como sofocante y antivital. Comienza entonces el proceso de salida del cuerpo materno, que culmina en el nacimiento. Los primeros vagidos sólo confirman el final corpóreo, aunque en realidad parcial –el niño, por ejemplo, debe seguir alimentándose del cuerpo de la madre, de la leche materna-, de la simbiosis madre-hijo. Es necesario que esta unión vital, del modo más completo posible, continúe todavía durante mucho tiempo: con plenitud hasta los 3 años, y de manera más o menos completa hasta los 5 años, para ser paulatinamente reducida hasta los 7 años.


Durante todos estos años, el primer septenio, la aportación de la madre a la existencia y a la formación psicológica del niño resulta decisiva. En su relación con la mamá aprende a percibir su propio cuerpo, y a percibirse a sí mismo como un ser diferenciado. Es, pues, en esa relación afectiva, sensorial, práctica y plagada de momentos de vida en común, como se desarrolla no sólo el cuerpo del niño, sino también su existencia en cuanto sujeto y su capacidad de percibirse como tal. Más allá del cariño que la madre tiene a su hijo y le manifiesta mediante la mirada y las caricias, de cada gesto materno depende la estima que el niño se tenga después a sí mismo, su capacidad de cuidarse, de “quererse”. Por tanto, también la capacidad de amar realmente a los demás, que siempre se basa en esta experiencia primordial de un tranquilo amor a sí mismo. La simbiosis madre-hijo, su centralidad en la vida del individuo, es la que hace de la presencia de la madre en los primeros años de vida un fundamento de la existencia personal.


Por la misma razón, en esos años decisivos, la frecuente o prolongada ausencia de trato de la madre con su hijo, impuesta hoy a menudo por las normas y las costumbres de la sociedad occidental post-industrial, produce una serie de daños, que la experiencia clínica reseña constantemente. Lleva, desde la falta de percepción de uno mismo como sujeto autónomo, a la falta de amor a sí mismo, a la escasa autoestima e incluso a la autoaversión, a un debilitamiento general del instinto vital, a despreciar el propio cuerpo y el alimento destinado a mantenerlo vivo, etc… Lo más importante que una madre hace con su hijo no se hace con palabras.

Donald W. Winnicott